Foto: F. Guillén, La Capital
Como
el cacerolazo del 13 de septiembre, el tan esperado 8N fue una
movilización a la canasta: cada cual llevó su reclamo contra el
gobierno nacional y, en menor medida, hacia la oposición. Hubo
pancartas contra la inflación, la inseguridad, en “defensa de las
instituciones” y la constitución. También contra el Fútbol Para
Todos, “la corrupción” y “el clientelismo”. La diversa y
huérfana clase media se mueve desde y para Facebook: sin
canalización orgánica a la vista, lo importante es mostrar y
mostrarse para conseguir muchos “me gusta” y comentarios en el
muro.
“Ésta
en su momento fue la plaza del pueblo, ¿no?” pregunta un gordo de
barba y cabeza rapada mientras camina rápido por Santa Fe, frente a
la plaza 25 de Mayo. Tiene una musculosa blanca estampada con “8N
yo sí fui”. A su lado, un señor mayor golpea la tapa de una
cacerola. Más atrás, un grupo de jóvenes aplaude con fuerza y corta por el pasaje Juramento.
Es
un fade in que sube hasta llegar al Monumento. Los gendarmes,
morochos y robustos, custodian la entrada del Salón de las Banderas
y miran con desgano a la multitud. En las escaleras, una joven rubia
busca una buena foto con su Iphone blanco.
Cacerolas
y aplausos machacan en un loop eterno. A diferencia de otras
convocatorias políticas, no hay canciones que den color a sus
reclamos. La “gente” en el Monumento es un archipiélago de
pequeños grupos, unificados por el “no a”. Es la heterogénea y
fragmentada clase media; reclama seguridad, libertad, “respeto a
la instituciones” y a la constitución. Clase media que se
autodefine “cura de una Argentina enferma”, portadora de valores
elevados.
“A
las 9, el himno” avisa un muchacho a otro. A su derecha, tres señoras
mayores intercambian números de teléfono. Las banderas argentinas
de plástico no flamean, apenas se ondulan.
Hay
caras de enojo. La dureza pretende camuflar la incertidumbe, la
angustia que querer y no tener un líder fuerte y confiable que
enfrente la dictadura monto-chavista.
Una
señora sesentona de pelo corto y canoso despliega una pancarta, que
dice: “Somos argentinos, buena gente”. Camina en trance hasta la
muchedumbre que rodea a los cronistas de Canal 3, busca su lugar en
el mundo. Existe si está en la tele: la Argentina reality, parte de
la Argentina real.
A
pocos metros de allí, sobre un pequeño escenario de madera, un
treintañero de chomba salmón y barba prolijamente descuidada
intenta hablar por un megáfono. No pretende liderar, se limita a
amplificar consignas que escucha entre los presentes. En lenguaje
Facebook: es un amigo que comparte.
Se
yuxtaponen reclamos, con diversos grados de legitimidad y sin
pretensión ni capacidad universalizante. Una mujer anciana inicia un
“Devuelvan la Fragata, devuelvan la Fragata”; sólo ella lo
canta.
Algunos ensayan el "Si este no es el pueblo, el pueblo dónde está". Los detractores del populismo se identifican como pueblo. En efecto, algo de pueblo hay: laburantes y clase media baja que encausan su justa bronca sobre salarios que no alcanzan, el pago del impuesto a las ganancias y demás en una movida de matriz liberal e individualista.
Algunos ensayan el "Si este no es el pueblo, el pueblo dónde está". Los detractores del populismo se identifican como pueblo. En efecto, algo de pueblo hay: laburantes y clase media baja que encausan su justa bronca sobre salarios que no alcanzan, el pago del impuesto a las ganancias y demás en una movida de matriz liberal e individualista.
El
climax nunca llega y la “gente” se vuelve a casa.
Sobre
calle Córdoba, un muchacho camina contra la corriente y pregona: “A
las diez el himno todos juntos, eh”.
Se
siente el olor de la tierra mojada y se levanta viento. ¿Es tormenta
o sólo una brisa pasajera?
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